sábado, 6 de julio de 2013

De un relato aislado

A pesar de llevar casi dos años sin trabajar, Julián madrugaba, sin saber muy bien por qué, de la misma manera que lo hacía en los “buenos tiempos”. Más de una vez su mujer le había preguntado por susurros a través de las mantas, que por qué no se quedaba con ella un rato más, que por qué no descansaban juntos por un día y se aislaban de sus problemas; a lo que Julián siempre deseaba responder con un beso que al final siempre se traducía en un silencio precedente a los primeros rayos de sol.

Sin mucho interés, miraba lo que había para comer, y tras un hondo suspiro de resignación, se hacía un bocadillo o se tomaba una tostada cruda sin mantequilla, un condimiento al que consideraba desde hacía ya mucho tiempo un lujo casi tan prescindible y necesario como el café, que nunca había acostumbrado a tomar pues creía que la mejor manera de despertarse era dar un paseo guiado por el gélido y confortante viento de la madrugada.


Y de esa manera, siguiendo sus creencias, sus siguientes pasos se dirigían por todo el pequeño parque, que con sus árboles caducos y su pequeño lago mostraba un aspecto sombrío durante el otoño que se vivía y que él consideraba un contexto perfecto para dar rienda suelta a sus miedos y preocupaciones, las cuales comenzaba a considerar como excesivas en número y exageradas en importancia, pero que aún así no se podía quitar de la cabeza. Consideraba que su mujer, a la que siempre había creído mucho más madura que él, no se tomaba en serio la situación actual, y que ante los problemas que surgían, como imitando a un filósofo, sólo proponía dejar el tiempo pasar, como si el tiempo hubiera alguna vez logrado algo que no fuera matarnos a todos.

-Es que ella no comprende.- Le decía a los árboles que le rodeaban.- se queda ahí, sin hacer nada, sin decir nada, mientras yo recorro la ciudad en busca de algo con lo que aguantar una semana más.- Y ante el silencio de sus arbóreos espectadores continuaba.- Sé que últimamente la suerte no nos ha acompañado: primero yo perdí mi empleo, y luego ella –cada vez que pensaba en ello, las lágrimas le asaltaban.- luego le diagnosticaron ese cáncer.- volviendo al punto de partida, se sentó en el banco y ocultando las lágrimas al mundo continuó para sí.- Me enseñó a luchar, nos enseñó a todos que por muy mal que fueran las cosas no podíamos rendirnos, nos demostró cómo, unidos, podíamos vencer los peores obstáculos que la vida era capaz de imponernos. -Sus ojos comenzaron a cerrarse, agotados por tanto dolor.- Soy un imbécil, con todo lo que ella ha sufrido no puedo pedirle más sacrificios, no, esta carga la llevaré yo solo, y sólo por ella saldremos adelante y volveremos a ser una familia feliz, con un buen trabajo y una buena casa.- Finalmente, el sueño le invadió.-

Los niños le despertaron horas después, era viernes y a estas horas pasaban muchos en dirección al colegio. Oyó a uno preguntar que le pasaba al señor ese del banco que vestía con trapos y olía tan mal, y burlándose de él, le pegó una patada. La madre, sin dudar, lo agarró y le dijo que no debía hacer eso, que el señor ese del banco que hablaba con los árboles estaba enfermo y habia que tratarlo con respeto.

-¿Y de qué está enfermo, mamá? – Preguntó el niño con curiosidad.
-De locura hijo.- Le contestó tajante la madre.
-¿Y por qué? – Preguntó el niño con curiosidad infantil.
-A veces, cuando perdemos lo que más queremos, como él, que perdió a su mujer, las personas no somos capaces de afrontarlo, y preferimos vivir en una ilusión que enfrentarnos a la realidad.
Tras esta reflexión, niño y madre caminaron en silencio sin percatarse que al hombre del banco se le comenzaba a escapar una lágrima de realidad.


Porque muchas veces nos burlamos de los sintecho sin pararnos a pensar qué es lo que les ha llevado a vivir de una manera que, estoy seguro, nadie elige voluntariamente.

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